Ser inmigrante es ser una persona sin historia. En el lugar al que llegas no hay nadie que pueda dar referencias sobre ti, ni buenas, ni malas, por eso debes demostrar constantemente que eres una buena persona o actúas de buena fe. Soy negro, homosexual, latino e inmigrante en un país como España. Y no tengo planes de volver a Venezuela, quiero quedarme aquí, al menos por ahora.
Y según el país del que vengas, la clase social a la que pertenezcas, si eres hijo de padres españoles que migraron en su momento, etc., el panorama puede ser distinto. Hay un ejercicio que suelo hacer con frecuencia, cuando la gente dice que eso da igual: “puedo nombrarte cinco escritores, pintores y músicos españoles; menciona tú cinco de cada, pero venezolanos”. Saber sobre el otro implica humanizarlo.
No sé extrañar los lugares ni tengo ataques de melancolía por Ciudad Piar o Caracas, mi pueblo natal y esa capital que es un estallido de verde y cemento, la naturaleza y la humanidad en lucha permanente. Hay un poema de Constatinos Kavafis que se llama “La ciudad”, el poeta dice: “La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez…”.
Entonces siempre llevo a las ciudades dentro. Cuando llegué a España viví en Elche durante mucho tiempo y fue el tercer lugar que aprendí a amar. Hace poco me mudé a Madrid y disfruto descubrir un barrio, me divierto mirando el Google maps cuando debo ir a una nueva dirección y, a la vuelta, juego a guiarme por mi intuición y mi memoria. Siempre puedo aprender a amar los lugares a los que llego.
No extraño los abusos continuados de los que fui víctima durante cuatro años en Venezuela. Tampoco extraño el acoso escolar ni las burlas por ser amanerado, mucho menos los momentos de homofobia, racismo o clasismo que presencié en bares, discotecas, en la calle o en los muchos espacios que compartí. Menos, el asesinato y desaparición de mi hermano o la normalización de la violencia en todos los ámbitos.
Pero lo importante es que a pesar de todas esas adversidades, pude construir relaciones familiares y de amistad sólidas. Nací y crecí en una familia y en una sociedad que me transmitió valores que me han permitido sobrevivir y enfrentarme a las adversidades. Soy de allí, soy venezolano y eso es innegable. Ese mundo está interiorizado y forma parte indivisible de lo que soy. No tengo nada que destacar.
En España tuve que dedicarme a varias cosas: reconstruirme personal y profesionalmente para poder sobrevivir. De periodista pasé a estudiar y enfocarme en el mundo de la educación. Y claro, pude establecer relaciones de amistad de esas que no se compran a kilo en los supermercados, de las que están presentes en los buenos y en los peores momentos.
En España también he pasado por momentos difíciles y complicados: un divorcio y otro giro de 180º en mi vida. Llegar a los 45 años y sentir que no eres nadie y que tampoco tienes nada. Me siento protagonista del “Poema en línea recta” de Fernando Pessoa y, sin duda, de “Derrota” de Rafael Cadenas. Si hago un inventario, no me pueden ubicar al lado de los inmigrantes ejemplares, exitosos o con una historia potente.
Sin embargo, no me arrepiento de nada de lo vivido ni de haber migrado y no quiero devolverme, a menos que me devuelvan, claro. El último trabajo en el que estuve, una niña me gritó: “As-Salaam-Alaikum” y yo le respondí “Wa-Alaikum-Salaam”. “Eres árabe” y le dije que sí, porque sé que en muchos centros públicos con mayoría de alumnado migrado, faltan referentes institucionales con los que se identifiquen.
En Venezuela aprendí sobre la diversidad en mi familia. Mi madrina Grace era trinitaria y de la etnia indiana. Por eso a los seis años empecé a ver las películas de Bollywood y a comer pollo al curry. En las ventas de comida árabe en Ciudad Bolívar o Maracay se podía saborear el shawarma o el tabulé, un regalo de la migración siria y libanesa. Ni que decir de los turcos que pasaban a vender juegos de sábanas.
Pero el relato era otro. No existía una política de Estado que clasificara a la migración en primera y segunda generación, como se hace en España, por ejemplo. Y algo que suelo decir con frecuencia: América, Asia, África y Oceanía fueron receptoras durante 450 años de migrantes europeos. El fenómeno de la movilidad humana del resto del mundo hacia Europa es algo muy reciente.
Solo por eso, ya nos tienen que aguantar, jajajaja. Que no, a ver. A lo que voy es que ser migrante también es una oportunidad para construir un mundo mejor. Una cosa que agradezco a un país como España, es que las personas LGTBI+ estamos reconocidas de pleno derecho y podemos casarnos o adoptar, algo que en Venezuela no ocurre, por ejemplo.
La situación socioeconómica y política también es bastante diferente de este lado del charco. De todas formas, como la historia es cíclica, nunca podemos saber si mañana cambian las tornas. De momento, estar casi 13 años aquí me ha permitido ayudar económicamente a mi familia en Venezuela y también apoyar y recibir a familia que vino a quedarse. Si no hubiese estado aquí, nada de esto habría ocurrido.
En todo el tiempo que he vivido aquí, he cambiado mi acento, he aprendido a disfrutar de la rica gastronomía española y he estado abierto a incorporar e interiorizar ritos, costumbres y hábitos. Sigo haciéndome arepas para desayunar y el arroz blanco sigue estando muy presente en mi dieta. A veces como hallacas en Navidad, un par de años hice pernil y nunca falta la ensalada de gallina.
Todos los lugares tienen sus pro y sus contras. No creo que ser venezolano me haga mejor persona o que por ello sea más especial. Tampoco creo que ningún país sea el mejor del mundo porque las nacionalidades y las naciones solo sirven para crear un “nosotros” y un los “otros”, que tanto genocidio, muerte y destrucción han causado a la humanidad. “Ser un inmigrante, ese es mi deporte…”, como decía Calle 13.