Después de cuarenta y pico de años en Venezuela, hice lo impensable. Me dolió, pero tenía que ser. No tanto para mí. Claro, me molestaban los cortes casi diarios de luz, de agua, de internet; los riesgos de la inseguridad; las fallas del transporte y los servicios públicos; la escasez de productos básicos; y muchas cosas más, pero pude aguantar todo eso. Lo que más me preocupaba era el futuro de los dos hijos que vivían conmigo y mi esposa venezolana. ¿Qué futuro tenían ellos en aquel país?
Entonces cuando se me presentó la oportunidad de dirigir un proyecto en Uruguay, la decisión fue tomada. Iba a ganar un montón más que en Caracas, y en uno de los países más progresivos del continente.
Y esto no era fantasía. El compañero de mi hija mayor (del primer matrimonio) venía de una familia uruguaya. Sus padres habían huido de la dictadura uruguaya en los años setenta y encontraron trabajo como profesores universitarios en Maracaibo. Jubilados ya, habían regresado a Montevideo hace cinco años, buscando la tranquilidad de un país estable. Me miraba en aquel espejo.
Puesto que mi esposa tenía cosas que terminar en Caracas, me fui del país querido solo, un día de agosto de 2019. Estaba consciente de que Uruguay se encontraba al sur de nuestro mundo y llevaba un sweater y una chaqueta a mano para enfrentar el frío. Nada que ver. El vuelo era nocturno y llegué al apartamento ya reservado en Montevideo a las ocho de mañana, temblando. El joven encargado de recibirme, me señaló el sistema de calefacción del aire acondicionado y comentó casualmente que a lo mejor no lo iba a necesitar puesto que no hacía tanto frío este día. Era cinco grados centígrados. Cuando el joven me dejó solo, puse la calefacción al máximo y así se quedó por el resto de mi estadía en aquella nevera. Salí en la tarde a comprar el abrigo que usan todos los uruguayos en invierno, una “campera”, y recordaba con nostalgia ese muro de calor cuando uno sale del aeropuerto en La Guaira.
Con la campera y la calefacción, las cosas empezaron a lucir de una forma más positiva. Montevideo me recordaba de mi ciudad natal en Inglaterra, Brighton, con sus edificios elegantes en frente al mar. Todo parecía funcionar bien comparado con Caracas. Los autobuses eran limpios y puntuales; las rutas eran fáciles de entender; existían paradas bien marcadas y horarios. Se encontraba todo lo que uno necesitaba en los supermercados. Uno no tenía que estar pendiente en la calle porsiacaso alguien te iba a robar. Uno podía prender la cocina y la computadora y el agua caliente sin miedo de que la luz se iba en cualquier momento.
Al final del primer mes, recibí mi primer sueldo. Menos mal, porque se me estaba acabando la poca plata que había traído de Venezuela. ¡Pero cuando vi el monto..! En vez de los cinco o seis mil dólares que esperaba, me daban un miserable dos o tres. Después de tantos años en Venezuela, había olvidado de la existencia de impuestos (el entonces Presidente Lusinchi una vez dijo que solamente los pendejos pagaban impuestos en Venezuela). ¡Y yo acababa de mudarme para un apartamento que costaba mil dólares y tenía tres habitaciones y calefacción central para el disfrute de la familia que iba a llegar pronto!
Empecé a hacer los cálculos. En teoría yo sabía que Uruguay era uno de los países más costosos del continente, y ahora estaba descubriendo lo que esto significaba en la práctica. El autobús que tomaba para llegar al trabajo, costaba casi dos dólares cada viaje. Dos veces al día, ida y vuelta, son cuatro; cinco veces a la semana, son veinte; cuatro semanas y pico al mes, son casi cien … La comida, la luz, el Internet, el cable … Y encima del alquiler del apartamento, hay “gastos comunes” – otros $500 en nuestro caso. Para no mencionar el supermercado… El sueldo que lucía tan grande desde Caracas, se estaba poniendo más chiquito cada minuto.
Pero el trabajo no era tan difícil como había imaginado antes de venir, por lo menos al principio. Mi organización tenía un solo proyecto en Uruguay, suministrando clases de inglés a distancia por videoconferencia a estudiantes de primaria en escuelas públicas en todo el país. Esas clases fueron dictadas por docentes en varios centros de enseñanza, no solamente en Montevideo sino también en Argentina, Filipinas y Londres. Mi rol era supervisar la operación y mantenerla al mismo nivel económico: representaba un ingreso de más o menos medio millón de dólares anuales a la organización. Me sentí importante.
Tenía un equipo administrativo pequeño, cuatro personas. Uno de ellos, Gonzalo, era venezolano, conocido mío del trabajo anterior: de hecho yo le había recomendado al entonces jefe del proyecto en Uruguay cuando Gonzalo emigró cinco años antes. Gonzalo me ayudaba mucho. Otra colega, María, se encargaba de las finanzas al nivel “macro” y solo venía a la oficina un par de veces a la semana. No tenía mucho que ver con María. Eran las otras dos colegas, Verónica y Juana, quienes me complicaron la vida.
Corro el peligro aquí de caer en prejuicios o peor. Después de todo, la gente es gente, buena o mala o algo entre los dos extremos, no importa su origen o nacionalidad. Es cierto; pero mi experiencia de “sureños” es que ellos son personas bastante negativas comparadas con los “tropicales”. ¿Tiene esto que ver con el clima? No sé.
La verdad es que Verónica y Juana lograron hacer mi vida laboral una miseria. Verónica, porque estaba llena de resentimientos, los cuales traía a la oficina cada día; y Juana, porque se fue de permiso médico durante nueve meses (y no estaba embarazada sino deprimida), dejando su trabajo (era jefe de los veinte docentes que trabajaba allí) y a mí. No voy a entrar en detalles, para evitar deprimirme.
Nosotros -es decir, los seres humanos- tenemos la tendencia de culpar al resto de la humanidad antes de aceptar la responsabilidad de nuestras propias fallas. No soy la excepción. Me gustaría pensar que mi organización me envió a Uruguay sabiendo que el proyecto allí se iba a caer. Pero la verdad probablemente es que su salida de Uruguay fue resultado del cambio del gobierno uruguayo a raíz de las elecciones de 2020, junto con una reducción de las actividades en la región de mi organización debido a la pandemia: nadie podía predecir ni una cosa ni la otra. Lo que sea. Una lección que he aprendido en la vida es que no vale la pena llorar por cosas que ya pasaron.
Entonces me encontré sin trabajo y con una familia que alimentar en uno de los países más caros del continente. No importa. Estoy dando clases de inglés “online” y mi esposa está trabajando en una escuela. Y lo más importante: los niños pueden caminar a la escuela y salir con sus amigos en la noche sin miedo. Pero te digo una cosa: si la situación en Venezuela cambia, estaré tomando el primer avión para Caracas, dejando atrás a la eficiencia de los servicios públicos y la negatividad de las verónicas. Bienvenido este muro de calor en La Guaira.