Salí de casa un día fácil de recordar, mi cumpleaños número 41, primero de octubre de 2017. Quienes me conocen saben que soy persona de celebraciones, fiesta, familia, amistades, bailadera, pero que vá, papá, ese día tocó otra historia. Recuerdo que fue la primera vez que vi a Saúl, mi hijo mayor, llorar así. Yo que siempre lo sentí distante, ese día su llanto fue conmovedor. También recuerdo la presencia de varios amigos que fueron a despedirme, bebimos todo el cocuy que pudimos, lo que quedó de la botella me lo llevé para el camino.
Una pareja de amigos pasaron a buscarme, coordiné con ellos la cola hasta la frontera. Una colega psicóloga, guara, venezolana, y su compañero brasilero, más un par de chamitos, se iban también a vivir a Brasil y juntamos las fuerzas.
Recuerdo que una pana nos dio el contacto de una señora que tenía un Centro Terapéutico Holístico y comentaron que era buena anfitriona. Llegamos allá, nos recibió, pasamos la noche allí. Cabaña de madera, bastante rústica, linda, se veía la sabana bien bonita.
Yo de una me conecté en el lugar, expliqué que iba con intenciones migratorias y necesitaba una orientación en Boa Vista, para ahorrarme un dinero y entender el merecumbé allá del tema de los documentos; además, andaba jojoto con el portugués. La anfitriona me ofreció quedarme y esperar un par de días, que la ayudara con las terapias y los pacientes, y que llegaría un brasilero el fin de semana a tomar jurema con ella y él sería un buen guía en Boa Vista.
Me quedé un par de días allí al servicio del lugar y al tercer día llegó Fernando. Con él fue una amistad inmediata, tomamos jurema toda esa noche, primera vez para mi, fue una cuestión super leve pero bonita, la pasamos de pinga. Él habla español y tiene una larga historia de relación con los indígenas, es conocedor de diamantes, tiene muchos cuentos de camino, comerciante, apasionado por Venezuela, vendedor natural, un catire playboy pero buena onda. Le dimos juntos para Boa Vista, el man conocía unos choferes, me ahorré el pasaje. Al llegar, me prestó un cuartico dentro de un taller mecánico de su familia, me prestó una bicicleta y me orientó dónde se hacían los documentos.
Hay un comentario particular de Fernando, que en el momento juzgué como mariquera, pero después entendí que el pana me estaba cuidando de la xenofobia. El día que salí a hacer los papeles en la Policía Federal iba en shorts y sandalias, deportivo, y él me dijo: “No vayas así, vístete bien para que te traten bien. Si te ven como la mayoría de esa gente que está ahora en el terminal, durmiendo en carpa y mal arreglados, no te van a tratar bien”.
Así que hice mis documentos al segundo día, y verídico, me trataron bastante bien, pero me di cuenta de que no a todo el mundo tratan bien. La xenofobia, o yo diría clasismo, se comenzaba a respirar. Pasé todo el día en ese trámite, no fue nada traumático. Pero, recordando mejor, hubo otra experiencia xenofóbica: caminando por el paseo “Das águas”, centro de Boa Vista, cruzando la calle, un carro se me fue encima. Yo en el momento lo esquivé, el tipo se fue a la fuga de una, me provocó reventarle los vidrios, agarré un arrecherón.
Después me comentaron otros paisanos que estuviese pila, que era una práctica recurrente de la gente de Boa Vista. Después entendí mejor, Boa Vista es una ciudad super elitista, el 80% de funcionarios públicos de carrera que vienen de todo Brasil viven allí solo porque no ganaron un concurso en otro estado. Tanto a la población como a la política pública de Brasil le chocaba, y le choca mucho, el proceso migratorio. Por una parte, por el caos y el colapso muy arrecho en la ciudad que produce el intenso tránsito de paisanos, el colapso del sistema público, etc. Y la otra, porque era gente muy sifrina, los funcionarios públicos allá ganan mucho billete, son una mega elite y les da caspa los pobres, sean migrantes o no.
Pues bien, así iniciaron mis primeras impresiones con la migración venezolana. Miles de historias, muchísimos paisanos, muchos comerciantes ambulantes, muchos panas de Petare, de Oriente, Puerto Ordaz, indígenas nuestros. Ahorita solo hablan de waraos, pero yo veía otros rasgos, gente de San Félix, Caripito, en fin, campamentos de venezolanos improvisados en varios lugares, plazas y terminales. La verdad a mi me agarró fuera de base esa realidad.
En Boa Vista me encontré con un montón de gente acampando en terminales y plazas, con carteles de “se busca empleo”, mucha gente haciendo comercio en los semáforos, muchos paisanos como perdidos, sentados todo el dia en una parada de bus, pegando internet gratis de una banda ancha que liberan en las paradas de los ómnibus. Muy loco, en lo particular, me apabulló un poco todo.
Mi plan era sacar los documentos y seguir el viaje, pues mi destino era Recife, pero me informaron que el documento demoraba un mes. Coño, ¿y ahora? No cargaba tantas lucas. Mi compadre estaba en Recife esperando y no quería llegar limpio. No recuerdo de dónde salió una panita que quiero mucho con dos carajitos guindando. La panita me dice que necesita llegar a Caracas, su papá estaba enfermo. Le planteé un trueque: que me apoyara con el pasaje y yo la acompañaba hasta Caracas, pues yo tenía un mes para esperar los documentos y me salía más barato esperarlo en casa, y además cambiar los dólares e ir con bolívares a la frontera (pues sí, en la frontera, si cambias dólares pierdes, si llevas bolívares es mucho mejor). Me devolví con la panita, le presté ese apoyo, ella andaba sin brazos para cargar el equipaje.
Regresé a la casa al día 10 de haber salido. Todo el mundo pensó que había arrugado. Y la verdad, les confieso que lo pensé. Después de ver esa pasadera de roncha de paisanos en esa, uno se achicopala, pero qué va, recargué las fuerzas, cambié los dólares por aquellos fajones de bolívares, los encaleté bien, abracé todo lo que pude a mi familia, y le di pa’l frente otra vez.
En esa segunda ida, no conseguí a Fernando, el pana se perdió, creo que perdió el teléfono o una vaina así; me quedé en casa de una venezolana peluquera, era como una villa de puros venezolanos. Me fui al día siguiente. Conseguimos un vuelo barato de Manaos para Recife. Agarré mi bus esa noche, unos buses perfectos la verdad -y uno asustado, pensando en los buses de Venezuela, con un chofer empericado, hecho verga por la autopista-. Aquí van con el control de velocidad. El bicho viajó toda la noche a 80, el aire acondicionado regulado, dije: “verga, qué vaina tan tranquila”. Dormí todo el viaje, me bajé en el terminal de Manaos y en la primera posada que vi económica, justo al frente del terminal con desayuno incluído, entré.
Al día siguiente tomé ese avión vía Recife. Me esperaba mi compadre que lo primero que hizo fue montarme en el Metro, el primer chasco con Recife. Un Metro más feo que la verga, el ferrocarril de los Valles del Tuy le da como mil vueltas; claro, también Recife es una ciudad super antigua, y bueno, es una ciudad que no tiene mantenimiento de nada, a menos que sea en la zona de los ricos, que representan solo el 20% de la ciudad. Lo que la hace acogedora es la belleza de su gente, muy parecida al venezolano del interior, receptivos, afectivos, acogedores, colaboradores, así es la gente de aquí.
Llegamos a la Várzea, una ciudad Universitaria, bueno, digamos un gran pueblito universitario a las afueras de Recife (no sería a las afueras pues es una extensión de la ciudad). Era casi diciembre, inicio de la temporada de fiesta que aquí serían las vísperas del Carnaval, con ensayos todos los fines de semana, en Recife y Olinda, dos ciudades, pegaditas una de la otra.
Esas previas inician en octubre, y es como una sensación de que el Carnaval va en ascenso un fin de semana tras otro, hasta llegar en febrero el Carnaval verdadero, ahí explota. Esas previas son grupos de macaratu, samba, pagodi, frevo, forro, en las calles tipo caravana por toda la ciudad, desde los viernes en la noche hasta el domingo en la tarde.
¡Naguará! Les confieso que yo disfruté muchas fiestas en mi vida, me gustaba bastante el Carnaval, pero no tenía ni idea realmente qué era. La gente que me recibió en la Várzea, los compañeros de cuarto, los compañeros de clase del compadre, no hablaban de otra cosa sino del Carnaval en Olinda.
Entonces, tuve la oportunidad de vivir mi primer Carnaval en Brasil. Una experiencia que necesitó de guiatura de gente con conocimiento de causa y tuvimos unas guías perfectas: la novia de mi compadre, alta carnavalera nordestina; un montón de universitarios; unas panas feministas, fritas, una más que la otra. Algo que me llamó mucho la atención en esa época fue que todo el mundo se besaba, todos contra todos, los unos a los otros, de manera espontánea y eufórica como forma de saludos, pero no era beso de cachete, era lata con lengua, una vaina muy loca pero divertida.
Voy a intentar resumir brevemente este Carnaval de 2018, una vaina para mi brutal. El Carnaval para el recifense o/u olindense comienza muy temprano; los fanáticos originales se van el viernes en la noche a esperar el gallo de la madrugada: Un gallo lindo y colorido que colocan una semana antes en uno de los puentes de Recife y lo inauguran el viernes antes de Carnaval. El sábado se van para Olinda a esperar el hombre de la media noche (muñeco gigante que en la mitología de la región representa a un hombre mujeriego) que le entrega en la madrugada la llave del Carnaval al carirí (comparsa con orquesta) y arranca ese Carnaval, papá.
Aquí el Carnaval no tiene nada que ver con el de Río de Janeiro. Esto aquí son comparsas de orquestas de música y tienes temas alegóricos históricos vinculados a su cultura que es mega antigua y arraigada, músicos de alta calidad, trombones, trompetas, saxo, varios tipos de tambores, aquí aparece mucho el acordeón, es típico del nordeste.
En líneas generales, llama mucho la atención la cantidad de gente dispuesta a disfrutar del Carnaval, la energía colectiva es de niños, sin importar un carajo la edad. Se acaba la diferencia social, de nacionalidad, de color, por lo menos aqui es así. Bueno, si hay su come mierdita que se lanza su Carnaval privado pero eso no es un carnaval, son muy pocos, la energía de calle contagia a todo el mundo, la respetan. Tú puedes ir de interiores y con una capa y nadie te va a chalequear, a menos que sea para tripear de buena onda. Es la creatividad de la gente, se inventan disfraces de todo tipo.
Los nordestinos son unos monstruos con sus tradiciones y sus músicos. Aquí todo el mundo sabe, toca, hace música, lo llevan como en la sangre. El pandero, el triángulo, la zabumba, casi cualquiera la domina, es impresionante. Tienen sus propios músicos emblemáticos famosos como Alceo Valecia, con unas canciones que son los íconos del Carnaval, la gente cuando las oye llora, me imagino que cuando me vaya de aquí también lloraré cuando las escuche, pues entendí la fuerza que traen esa canciones, la poesía, la tradición, naguará, es muy fuerte eso. Es una experiencia brutal: música, cultura, cariño, libertad, seguridad, espontaneidad, mucho roce, mucha alegría.
Pero se acaba el pan de piquito. Se acaba el Carnaval y se produce un fenómeno social brasilero: la depresión post carnaval. Todo el mundo está en crisis y malhumorado. Así comienza el año. A mi esa depresión no me cayó tan mal, conseguí algunos pacientes de constelación familiar. Mi trabajo en esa vertiente gustó mucho, inclusive sin tener dominio de la lengua aún.
Pero, ¡qué va! Ese par de pacientes no daba ni para cubrir mis gastos, y mi familia en Venezuela estaba necesitando plata. Después de tanto patear calle en Várzea buscando chamba, me dieron un chance en una cadena de restaurantes nordestino de nombre Vrazetus, unos explotadores de mierda, pero aquí en Brasil es normal la explotación, la legislación laboral es una mierda, hay trabajos análogos al trabajo esclavo y la ley protege al empleador siempre.
Cuanto te toca pagar alquiler, servicios caros, todo caro, es que uno entiende que es ser migrante. Aunque al principio no me identificaba para nada con esa palabra, siempre sentí que mi territorio era más grande que mi barrio, el tema de la frontera siempre lo vi como inventos de hombres para dividir a la gente.
Pasé como 4 meses allí. Luego, buscando empleo me encuentro con un restaurante de arepas en Boa Viagem, una zona tipo mayamera de aquí. Me le puse a la orden, le solté líricas, le dije la verdad: que era psicólogo, pero que también era cocinero formado en el INCES. La tipa me contrató al par de semanas. Pero la arepera cerró, la tipa se mudó con restaurante y todo, y volví al desempleo.
Me tuve que mudar de nuevo con mi compadre, que como buen sociólogo barriólogo se antojó de vivir en la favela más puyúa de Recife, con una tremenda historia de colectivos y militancia. Fue una experiencia arrechísima, pero dura. Por una parte, el cariño, el compromiso de esta gente con sus territorios, el trabajo social y experiencias como la de la libroteca brincante de pina, liderada por el gran Kkao. De alguna forma me salvaron la vida desde el punto de vista emocional. La verdad que estar de migrante, desempleado y sin ahorros es una experiencia escalofriante, con facilidad coqueteas con la depresión, y bueno, el cariño de los panas de la libroteca me levantaron el ánimo. Pero, ¡qué va! Maltripeaba mucho; mi propósito era estabilizarme en una chamba y no andar de militante de favela.
Me mudé con una pana y su par de hijitas a una casa en Olinda. Esas casas que son como las de La Pastora, aquellas casas antiguas grandes. Yo seguía buscando trabajo sistemáticamente. Tenía dos currículos, uno de psicólogo con toda la experiencia social, y uno de cocinero. En el área profesional desde un primer momento lo que hice fue comenzar a retejer mi nueva red (cosas que pierde el migrante cuando sale de su territorio y necesita reconstruir o jamás se adaptará). Llegué a la Escuela de Psicología de la Universidade Federal de Pernanbuco (UFP), me hicieron un recorrido algunos colegas, gente súper receptiva; me llevaron al Consejo Regional de Psicología, pura gente buena onda, todo el mundo “Lula libre, Paulo Freire, Marcos Vinicius”.
Los panas me comenzaron a pasar cuanto concurso salía, participé en un par del estado, fui a mi primera entrevista coletiva en portugués, no quede en esa ocasión, pero me sirvió para adquirir confianza, todos los psicólogos que entrevistaron eran más jóvenes y sin experiencia de campo, se les notaba muy inseguros; mi problema era que yo no estaba validado en Brasil.
Pero llegó el concurso de Cáritas, un proyecto de nombre “Pana”. Tenía un perfil para todos los cargos: asistente social, psicólogo y educador social. Me postulé para los tres cargos, pero me llamaron para el de educador social. Este proyecto consistió en participar del programa de “interiorización” de venezolanos que se encontraban en refugios en Pacaraima, para llevarlos a otros estados de Brasil (ocho estados), a través de las Fuerzas Armadas brasileñas en conjunto con las organizaciones Internacionales. Una vez ahí, se les apoyaba con orientación legal, alojamiento y búsqueda de empleo. Con este proyecto se crearon las casas de derecho de migrantes como lugares de referencia para la atención de personas en condiciones de movilidad forzada.
Con ese trabajo, más algunos pacientes que conservé hasta hoy logré algo muy importante, traer a mi familia: la Vero, Saúl y Amayita; se quedó Pirulina, la cachorrita, con una tía, aún la extrañamos.
En el proyecto “Pana”, en Recife, recibimos aproximadamente a 220 personas. Un trabajo extremadamente desafiante, para mi y para todos. Nadie tenía experiencia con migración en el nordeste, ni Cáritas, ni yo, ni el Gobierno de estado, algo totalmente nuevo. La otra cara era el perfil de los paisanos interiorizados, la gente venía en condiciones muy precarias. Además, algunos pasaron mucho tiempo en abrigos u otros en condición de calle, generando un pueblo muy vulnerabilizado y agresivo. Algunos tenían un año sin trabajar, muchas historias, por ejemplo las de quienes vinieron caminando desde Santa Elena hasta Boa Vista.
También llegó mucho mal portado, maltratadores de las mujeres. Por otro lado, familias humildes y trabajadoras que no se hacían sentir mucho, los mal portados eran más. Entonces, me tocó un rol fuerte, que era mediar entre esos paisanos y los brasileros, y entre la comunidad venezolana ya acomodada en Recife y los que venían llegando. Esta última fue la más difícil.
Los brasileros, todos cariñosos, diplomáticos como ellos saben serlo y con discurso humanitario, no entendían la altanería de venezolanos mal amañados a la asistencia social de los abrigos de la ONU en Boa Vista, con una loca ilusión de que el Gobierno de Brasil les debía mantener. En general, este era el perfil: gente extremadamente humilde, con poca o ninguna preparación, portugués cero en muchos casos, familias humildes pero trabajadoras, muchos mano de obra calificada y con ganas de conquistar su independencia, adaptarse y echar pa´lante,
Ese proyecto “Pana” duró un año. Consistía en crear 12 casas, equiparlas con lo básico (camas, cocinas, neveras, y ventiladores), crear con ellos normas de convivencia, cubrir todos los gastos de alimentación y servicios por un período de 3 meses hasta que conquistaran su independencia. Lo otro fue la creación de casas de derecho en los 8 estados que Cáritas recibió a esos grupos de paisanos interiorizados. Estas casas las equipamos con donaciones, eran apartamentos alquilados por un año.
La siguiente acción fue disponer un curso de portugués para extranjeros, la Casa de Derecho se encuentra dentro de la Universidad Católica de Pernambuco, aquí en Recife. En parcería con ellos hicimos prácticamente todas nuestras primeras acciones. Luego, hicimos unos cursos para saber presentarse en la entrevistas de empleo; unos operativos de mejora o adaptación de los currículos al mercado brasilero; unas campañas de divulgación de los talentos venezolanos; un cronograma de visitas a empresas para explicar y desmontar los mitos de la migración, explicando el contexto de la migración venezolana y promocionar los currículos de los paisanos; les apoyamos en la obtención de la legalidad de su documentación; etc.
En la Casa de Derecho se apoyaba a las familias hacer uso de políticas públicas: cupos en las escuelas, puentes para inscribirse en el Sistema Único de Salud brasilero, entre otras cosas.
Nos dedicamos los primeros 3 meses del proyecto, antes de la llegada de los grupos -que fue el 18 de diciembre de 2018-, a impulsar un comité de migrantes en conjunto con grandes activistas de la causa y personas con gran influencia política, representantes del Ministerio Público, Defensoría Pública de la Unión, la Universidad Federal, organizaciones de la sociedad civil, otras ONG, etc. Ese comité funciona hasta ahora, y fue muy importante, pues generó un piso político en la región que logró sensibilizar tanto a la sociedad civil, que siempre fue y es bastante receptiva y colaboradora, como a los actores de las políticas públicas, que son deficientes como en todos los países de nuestra región.
Pero el problema básico era el empleo. De 40 familias aproximadamente, que era el total de atendidos, a lo sumo 3 o 4 estaban trabajando; la mayoría estaba desempleada aún en el mes de junio. La tasa de desempleo del nordeste era alarmante, inclusive para el brasilero. Sin embargo, gracias al sin fin de campañas de sensibilización que hicimos, varias empresas nos comenzaron a llamar y contratar a los paisanos, a los mejores currículos primero y después comenzaron a contratar más y más. Para el mes de noviembre el 90% de las familias estaban con, por lo menos, un miembro de la familia trabajando. Nosotros ayudamos con el primer mes de alquiler de sus nuevas casas y los apoyamos con donaciones para equiparlas. Algunas de estas familias son apoyadas hasta hoy con beneficios emergenciales que llegan a través de distintos parceros, tanto de la ONU como empresas privadas, inclusive de donaciones espontáneas de cestas básicas y tarjetas de alimentación o de dinero.
En ese año, con ese grupo pasaron muchas cosas interesantes y la mayoría positivas. Además de lo que ya conté, organizamos la Copa del Migrante de Pernambuco 2019, una actividad que dio mucha visibilidad a la migración en líneas generales en un tono positivo. También en ese año apoyamos la creación de un documental que fue promovido por el Ministerio Público y que relató la historia de la migración de este primer grupo “Pana” interiorizado en Recife junto a otros que llegaron por cuenta propia en el mismo periodo. El documental fue todo un éxito, tuvimos un estreno en el Cinema São Luiz en Recife, quedó muy bien producido se llama Vindas & Vidas, se puede ver por YouTube.
Pero ese proyecto “Pana” duró solo un año. A finales de 2019 aplicamos a un concurso que ganamos y que luego llamamos “Creciendo”. Consistía en la aplicación de un diagnóstico de talentos y capacidades técnicas, luego disponer de formación profesional y, finalmente, aportar fondos rotativos solidarios a familias migrantes emprendedoras. Ese proyecto alcanzó su primera fase de diagnóstico con éxito, pero cuando nos disponíamos a iniciar los cursos en 2020 inició la pandemia con su aislamiento social. Ese periodo retrasó todo; muchas familias que ya estaban adaptadas y trabajando perdieron su empleo. Todo nuestro proyecto estaba basado en el trabajo presencial y no podíamos hacer nada.
Dejamos los objetivos de formación de lado y atendimos la emergencia. Esos cursos conseguimos iniciarlos este año con el fin del aislamiento social, sobre todo hemos formado en moda (corte y costura), belleza (salón de belleza en general) y gastronomía, una de las áreas donde se diagnosticó mayor interés y talento de los venezolanos.
Para ir cerrando esta historia que está más larga que flatulencia de culebra, les comento que hoy me siento bastante adaptado, aunque confieso que escribiendo esta carta me di cuenta de la nostalgia tan arrecha que uno tiene y siempre tendrá de su territorio. A una parte de mi le gustaría quedarse a vivir en Brasil por lo menos 5 años más, para darle tiempo a los chamos de que terminen sus estudios básicos. Pero, a la otra, menos objetiva, está loca por volver -por lo menos una temporada-. Así que en cualquier momento nos encontramos por ahí, en Bellas Artes, en el Ávila, en el callejón, en la plaza Bolívar, en el camino de los españoles, en Margarita o lo más seguro en Choroní, Chuao, en un San Juan.