Crecer siendo migrante es una historia distinta, entre muchas cosas, hay una de ellas que es la que más me atraviesa, no sé qué es sostener físicamente mi vínculo de amistad por más de ciertos años. Las amigas y amigos que se convirtieron en mi familia están lejos de mí a diario, solo la tecnología celular me permite saberles, verles y sentirles.
Ahora que mi hija está creciendo y me pregunta constantemente sobre quién fui antes que ella existiera, me encuentro imaginándome qué diría tal persona, qué diría tal otra, cómo se lo narraría, por cuáles historias comenzaría, y entonces la distancia que pensaba era cultural, gastronómica, de cuerpos y la mar, ahora atraviesa la dificultad de relatar mi propia historia porque esas voces presentes en aquel momento, están, pero lejos.
Entonces, una recurre a las llamadas largas, a los mensajes de voz tipo podcast, a las fotografías de cualquier paisaje, eventos, momentos singulares del día para acercarnos. En fin, hay una voz exterior que pide conocerme, y mi relato está en memorias regadas a lo largo del continente americano hace ya casi 13 años.
Y a la primera, sí, es una sensación rarísima, muy descorporizada por la distancia física, y al mismo tiempo, guardada ahí en algún lugar de una, floreciendo a su modo, libre de estar o no estar. Y con el tiempo y los tránsitos comienzas a descubrir la grandeza que es hacer familia en el tránsito, mantener el vínculo por ser único, sagrado, que relatan partes importantes en mi vida. Y ahí yace la maravillosa experiencia de dejar de resistirse a soltar lugares y cuerpos que ya no tenemos a nuestro lado para recibir esta realidad, la que sí está aquí y que quiere dialogar con una, sabiendo que en ese diálogo surge la posibilidad de una nueva familia. Entonces, quizás las anécdotas no tienen 20, 30 o 42 años, pero tienen igual lo que soy, y son las que están hoy aquí para construirlo y luego narrarlo; así como en la distancia mis querencias lo narran como les es posible, y que al soltar la demanda de la presencia física para descubrir y fortalecer la presencia de todas las otras formas posibles, nos regalamos la libertad de estar o no estar, y encontrar que la respuesta siga siendo: estamos, estás, estoy.
Migrar puede comenzar de una forma diferente para cada persona migrante, por millones de razones, circunstancias, pero que en un momento se determina por la decisión de seguir siendo una migrante, ahí la decisión marca nuestra estancia en cualquier lugar. Estoy aquí, soy migrante, y decido seguir estando aquí, decido transitar a otro lugar ahora o después, y reconozco este tránsito como mi vida no como una circunstancia, no como un paréntesis, no como un momento específico y al que se le quería apresurar el paso en mi historia, no, ésta es mi vida, la que se abre constantemente para aprender de nuevo a vivir en un lugar diferente, con personas diferentes, calles, aires, olores, sabores, sentidos, conversaciones, creencias, costumbres y razones para reír todas diferentes. Soy tan afortunada.
Mi mirada mestiza por el tránsito me permite disfrutar esas diferencias, apreciarlas, pensarlas, copiarlas e incorporarlas o desecharlas, reescribir formas del decir, del pensar, del caminar, del estar presente, y todo esto porque yo decido quedarme en este lugar o moverme a otro, aceptando mi decisión y haciendo mi existencia en este tránsito no sólo “aquel momento” sino mi historia de vida.
Migrar te rompe por dentro con tal gracia que, aunque hace sangre más que sentido, ese sentido de sangre después renace más tolerante a la diversidad, te hace diversa. Y eso, en un mundo multicultural y diverso es un nivel desbloqueado que se agradece. Acepto y me hago cargo de mis decisiones y acepto también los cambios, las diferencias, el caos y la añoranza como una fórmula que me edifica, no que me destruya. Cuando empezamos la migración no sólo migramos con el cuerpo, está migrando toda nuestra forma de existir aquí y ahora, definitivamente nos vamos a transformar, hay que dejarlo pasar, hay que transitar internamente también esa manifestación.