Cada 18 de diciembre se recuerda como el Día Internacional del Migrante. Hace seis años, por una razón familiar, me fui de Venezuela. No he vuelto, y no ha habido un solo día en que no la extrañe, no la sueñe y no quiera volver. Muchas noches he soñado que estoy caminando por Caracas, y cuando me despierto no entiendo dónde estoy.
Por casi un año dejé buena parte de mis cosas en una maleta porque me decía que pronto regresaría. Pasaron los años y sigo fuera de mi país, preguntándome a diario cuándo volveré.
Sin darme cuenta he tomado una actitud de resistencia que lo reflejo en mínimos detalles. No he cambiado nada mi acento. No he adaptado ni una sola palabra del país donde ahora vivo. Sigo pidiendo que me den un «jugo» en vez de un «zumo». Hasta hace poco seguía pidiendo en las cafeterías que me dieran una «torta» en vez de una «tarta», hasta que mi hija Aitana, ya preocupada, me dijo: «mamá, te van a terminar dando una cachetada»… He llamado a la dueña del apartamento donde vivo explicándole que se dañó el «fregadero» o «la poceta» y ella no entiende. Se ríe y me pide que le mande una foto.
He pasado casi seis años fuera de mi país y hablo más caraqueño que nunca. Si no me entienden, me disculpo y les explico «es que no soy de aquí» y busco otras maneras de hacerme entender sin que eso implique utilizar un vocabulario que no es el mío.
Sigo escuchando a todo volumen la música de mi país y le enseño a mí hija a bailar salsa y tambor, a pesar de que ella naturalmente baile y prefiera flamenco porque vive en España desde que tiene 8 meses. Así que a sus seis años y medio baila un poco de salsa y tambor, pero moviendo las manos como una andaluza.
Hago más arepas que nunca y todas las noches le sirvo una arepita de cena a mi hija, pero ella me pregunta con su voz dulce si mejor no podemos cenar una «picadita» con un poco de jamón, pan, aceitunas, tortilla de patatas… o si es verano, gazpacho. Si vamos al mercado le digo que agarre «jojoto», al principio no me entendía, y ahora me dice «se dice mazorca, mamá».
Si por cualquier razón tengo que tomar un taxi, no pido uno de línea, sino de Uber (por más de estar consciente de lo explotadora que es esa empresa y que evade impuestos en España). Lo hago porque la mayoría de los conductores de Uber son casi siempre venezolanos, ecuatorianos, peruanos, colombianos, marroquíes. Y siempre en esas conversaciones empezamos a recordar y extrañar juntos.
No pido comida a domicilio porque no puedo soportar que en temporadas de extremo frío o calor toque a mi puerta un venezolano explotado laboralmente. Las contadas veces que lo he hecho no puedo evitar preguntarles «¿eres venezolano?». Cuando me responden que sí es obligada mi otra pregunta: «¿por qué te viniste?». Ellos responden de inmediato: «es que la vaina está muy jodida allá». Los entiendo y repregunto: «¿y no quisiera volver?». Casi todos responden que sí de forma automática. Y yo, con una sonrisa cómplice les confieso que yo también.
Cuando bajo al parque con mi hija casi siempre termino hablando con las cuidadoras de niños o ancianos. En su mayoría son venezolanas, latinoamericanas. Y así se me van las tardes, recordando con ellas hasta las lágrimas las cosas lindas de nuestras tierras.
Después de casi 5 años, la primera vez que fui a la casa de alguien fue de una venezolana. Extrañaba tanto esa costumbre de llevar a nuestros conocidos a la casa para tomarnos un café. Los españoles, al menos con los que yo he compartido, no lo suelen hacer. Ellos ya han conquistado las calles como para pasar el tiempo encerrados en casa. Prefieren invitarte algo para tomar en una terracita, así sea al lado de su edificio. Pero yo extrañaba tanto ese «vente pa’ mi casa» que la primera vez que me invitaron no podía disimular mi alegría y llamé a mi mamá para contarle.
Mis tres grandes amigas en Madrid son las madres de las amigas de mi hija. Dos son venezolanas y una vasca. Con mis dos amigas venezolanas nunca nos hemos puesto a hablar de política. Nunca nos hemos preguntado de qué tendencia política somos, intuimos que seguramente serán diametralmente opuestas, pero es que no tiene sentido entrar en temas que nos distanciarán si tanto nos necesitamos ahora.
A mi hija la escolaricé en un centro educativo lleno de migrantes. No quise que se sintiera extraña, extranjera, como me siento yo. Así que logré que estudiara en un colegio lleno de venezolanos, ecuatorianos, peruanos, rumanos y españoles. Decir «chévere», «fino» o llevar tequeños o arepas de merienda es algo normal en su salón. Ser distinto en su escuela es lo normal. Y eso me hace feliz.
España es un país maravilloso, con gente muy amable que trata de integrarte, que le encanta hablar y contarte su vida en una tarde, aunque puede ser que al día siguiente ni te saluden y uno quede impactado por no entender qué pasó. No es que no te aprecien, es otra forma de relacionarse.
Con el tiempo he aprendido a querer a España. Admiro su sistema de salud público, a los maestros, su amplia gama de ofertas culturales, sus espacios para los niños. Amo y me enternecen sus adultos mayores, con tantas historias hermosas que cariñosamente comparten. Amo el cielo de Madrid, que por más duro que sea el invierno, siempre sale el sol y te llena de fuerzas.
Me indigna escuchar a los médicos cuando me cuentan que están desmantelando el sistema público de salud. Me digo ¿cómo no luchan más por defenderlo si en nuestros países latinoamericanos daríamos la vida por tener uno así? Ellos ya lo tienen y poco a poco se los están quitando. Pero mi indignación llega hasta ahí, no me atrevo a alzar la voz porque de inmediato me cae la ficha: «este no es tu país».
Para mí, la migración ha sido un no estar. No estoy en Venezuela físicamente, pero tampoco estoy en España es esencia. Estoy caminando por Madrid, pero con las imágenes de Venezuela en mi cabeza. Con indignación acumulada por las injusticias sociales que se cometen en España, pero sin el atrevimiento de inmiscuirme en sus asuntos internos. Con indignación acumulada por injusticias que se cometen en Venezuela, pero sin autoridad moral para criticarlas porque tampoco estoy allá, no las estoy viviendo.
Muchos me preguntan: ¿pero por qué extrañas tanto Venezuela? Y yo les hablo de nuestros mares, de nuestro clima de eterna primavera en Caracas, de los ríos de la Gran Sabana, las montañas, de mi gente, de lo divino que es viajar en autobús con la música a todo volumen, de lo hermoso que es sentirte querido con la gente saludándote, sonriéndote y ofreciéndote lo que tengan (o no) aunque te acaben de conocer; de lo viva que me hace sentir que nuestra gente digna avance convencida de que todo estará mejor, que todo está por construir y que todos somos necesarios.
Cuando me refutan y me dicen «pero aquí estás mejor» les doy la razón. Es verdad. Aquí no tengo miedo de que me roben, me secuestren, no tengo la preocupación de tener que pagar por una buena educación para mí hija porque mi hija puede ir a un excelente colegio público, cuando se enferma puedo ir a un increíble hospital público sin pagar nada (bueno, lo pago e invierto con los altos impuestos que gustosamente pago). Pero me carcome ese cálculo porque cada vez estoy más convencida que uno se debe a su tierra, a su gente, porque como me dijo una vez mi amigo Mauricio Rodríguez: «la patria es como una madre y ella siempre querrá tener a sus hijos con ella».
Yo soy nieta de migrantes, por parte de madre y padre (excepto por mi abuelo paterno que era de familia wayúu). Vi crecer a mi abuela materna llorando porque extrañaba Napoli. Recuerdo que ella esperaba meses y meses por las cartas que llegaban de Italia para saber cómo estaba su familia. Cuando finalmente llegaban, ella las leía, lloraba, lloraba y lloraba. Así pasó sus últimos 40 años. Mi abuelo materno, Palmerino, no. Él amaba con todas sus fuerzas a Venezuela. Estaba convencido que Venezuela era una tierra de gracia y enseñó a mi madre, y ella a mí, a querer y respetar a Venezuela.
Ahora yo no espero cartas, pero me la paso pegada a Twitter o a Whatsapp para recibir noticias de mis amigos y seres queridos de Venezuela. Ahora es mi hija Aitana la que me ve llorar e intenta con sus bailes andaluces y chistes, hacerme reír, como yo hacía con mi abuela Anita.
Mi abuela paterna, Margarita, me cuenta que sus padres salieron del País Vasco en plena Guerra Civil española. Ella nació en Francia, y cuando llegó la Segunda Guerra Mundial se fueron a Venezuela. Cuenta ella que muchos años después, cuando volvió al País Vasco, sus primos le recriminaban que era fácil volver cuando ya había paz mientras ellos sufrieron todos los desmanes de la guerra. Le decían que ya no era vasca porque después de tanto tiempo era poco lo que le quedaba. En Venezuela, dice ella, siempre fue la vasca, a pesar de la generosidad y la hospitalidad de los venezolanos. Así que ahora ella dice «no soy vasca, no soy venezolana. Soy de África, de la madre tierra».
Yo no quiero vivir como mi abuela Anita, llorando por su país. No quiero ser como mi abuela Margarita, que ya no se siente de ningún lado. Yo soy de Venezuela, y espero, más temprano que tarde, volver a ella. Dejar de no estar.